jueves, 11 de julio de 2013

EL DESARROLLO EN EL DIA DE LA MARMOTA

EDUARDO GUDYNAS

EL DESARROLLO EN EL DIA DE LA MARMOTA

03 Jul 2013
Las ideas clásicas del desarrollo son cuestionadas una y otra vez, pero vuelven a reaparecer bajo distintos nombres. Parecería que se repiten ciclos en defensa de ciertas ideas, críticas, colapsos, y renacimientos del desarrolo. Por este tipo de fenómenos, para ir más allá de esa permanencia son necesarios cambios culturales.
Al observar el actual debate sobre el desarrollo siempre recuerdo la película “Día de la Marmota”. Es un film notable, estrenado en 1993, donde un periodista, interpretado por Bill Murray, está atrapado en repetir una y otra vez un mismo día. No importa lo que haga o diga, se despierta en la misma fecha, y debe enfrentar los mismos acontecimientos (sobre la película ver…).
Con las ideas sobre el desarrollo está sucediendo algo similar. A lo largo de más de medio siglo se han lanzado duras críticas contra ese cuerpo conceptual, algunas de ellas demoledoras que parecía que enterrarían al desarrollo convencional. Pero al poco tiempo resucitaba, y como en el Día de la Marmota, se reiniciaba la jornada con las creencias en el crecimiento económico o el consumo material. Y de esta manera se repetía un nuevo ciclo de resistencias, críticas y debates.
Las ideas convencionales sobre el desarrollo se consolidaron después de la segunda guerra mundial. Estas se basaban en entenderlo como un crecimiento económico continuado, basado en la apropiación de los recursos naturales, y que se expresaba por fases de creciente complejidad. Las sociedades rurales debeían evolucionar hacia economías industriales, y éstas hacia el consumo y los servicios. De esta manera, el desarrollo era un proceso de progreso económico. A su vez, las naciones industrializadas se convertían en el modelo cultural y política que todos debíamos seguir.
Aquellas primeras ideas fueron duramente cuestionadas en la década de 1960, advirtiéndose que crecimiento y desarrollo son dos conceptos distintos. Las críticas, que insistían en señalar que el desarrollo involucraba otras dimensiones además del mero crecimiento del PBI, se volvieron muy duras. Parecía que el desarrollo como crecimiento moriría, pero resistió el ataque, y regresó triunfante en los años 70.
Una nueva oleada de cuestionamientos se organizó a partir de 1971, advirtiendo que el anhelado crecimiento económico perpetuo era imposible ya que existían límites ecológicos. Fue un ataque a los cimientos del desarrollo como progreso, pero también contra la ceguera de las ciencias económicas en entender la base ecológica de los procesos productivos. Consecuentemente, las reacciones defensivas fueron enérgicas, tanto por derecha y por izquierda, hasta desechar las advertencias ecológicas.
Las posturas políticas tradicionales solo aceptan discutir cómo administrar el desarrollo, en cuestiones como el papel del Estado o del mercado, pero ninguna aceptaba abandonar mitos como los del crecimiento económico. Es así que, las primeras ideas sobre “desarrollo sostenible”, que expresaban críticas sustantivas, fueron capturadas, cooptadas, y recicladas en nuevas variedades, varias de ellas instrumentales al desarrollo convencional.
Algo similar ocurrió con el desarrollo humano. Inicialmente defendida por un grupo crítico y rebelde, quería hacer caer el reinado de las metas economicistas, para volver a poner en primer lugar la calidad de vida de las personas o la erradicación de la pobreza. Los cuestionamientos fueron muy duros también en ese terreno. Pero, el desarrollo convencional nuevamente se adaptó, se ajustó, y así como antes generó el “desarrollo sostenible”, logró cooptar la rebeldía para generar una nueva variedad, el “desarrollo humano”, aceptable y funcional al crecimiento económico.
Muerte y resurrección del desarrollo
Este ciclo se ha repetido varias veces en las últimas décadas. Se inicia una fase de crítica al desarrollo convencional, los cuestionamientos se hacen agudos y parecen que arañan el climax de asestar un golpe mortal a sus bases conceptuales. Pero al poco tiempo, ese desarrollo convencional se adapta, cambia en sus atributos secundarios aunque refuerza sus cimientos conceptuales, y reaparece con nuevas versiones.
Así como en la película “Día de la Marmota”, todas las mañanas se inician con la crítica al desarrollo convencional, y al llegar la noche todos suponemos que esa vieja idea, caduca y fuente de mil problemas, será abandonada. Pero al día siguiente, al despertar, nos encontramos al desarrollo una vez más, posiblemente con un nombre distinto, pero con su misma esencia. Esto ha generado una nutrida galería de desarrollos: sustentable o sostenible, endógeno, a escala humana, local, humano, “otro desarrollo”, etc.
Esta dinámica se acaba de repetir frente a la crítica del Vivir Bien, la que sin duda plantea cuestionamientos que atacan conceptos básicos del desarrollo como crecimiento, materialidad o el utilitarismo con la Naturaleza. Frente a esa crítica, una vez más el desarrollo convencional se adaptó, y sus resultados fueron, en Ecuador, reubicar al Buen Vivir como una forma de socialismo (entendido como un crecimiento económico controlado por el Estado), y en Bolivia, concebirlo como la meta de un “desarrollo integral”.
La repetición de estas muertes y resurrecciones muestran que las ideas del desarrollo son muy resistentes. Han calado profundamente en las más diversas culturas. Seguramente su mayor éxito ha sido invadir China, donde se dicen comunistas pero practican el capitalismo, donde alaban a Confucio pero se disputan el consumismo, donde quieren desembarazarse del campesinado para ser industriales, y donde, para conseguir el crecimiento económico a cualquier costo están dispuestos a vivir sumergidos en la contaminación.
Es cierto que actualmente el desarrollo es una categoría plural, y los hay de muy diversos tipos. Un desarrollo de inspiración neoliberal será muy distinto del que actualmente expresa el progresismo sudamericano, y el estilo chino es diferente de la austeridad económica defendida por Alemania. Pero más allá de esas diversidades, es muy impactante que todos sigan descansando en las mismas ideas básicas. Casi todos aspiran a repetir el progreso material occidental o defienden el mito del crecimiento económico perpetuo. Es, al final de cuentas, un “desarrollo marmota” con el cual despertamos todos los días. La cura para salir de esta repetición ya no está ni en la economía ni la política, sino posiblemente en un cambio cultural radical.
Una versión del presente artículo se publicó en el suplemento en política, ensayo y cultura Ideas, del periódico Página Siete (Bolivia). El sitio del periódico es aquí… y desde allí se puede acceder a los suplementos.

martes, 2 de julio de 2013

SALOMON LERNER: LA TAREA DE LA UNIVERSIDAD Y LA UNIVERSIDAD EMPRESA

La “Universidad empresa”
LA REPUBLICA: Domingo, 30 de junio de 2013

Hemos sostenido que el objetivo prioritario de una genuina institución universitaria es la creación, discusión y difusión del conocimiento. No solo el conocimiento “útil” para el mundo del mercado y la tecnología, sino también aquel que ensancha nuestros horizontes de comprensión, que nos hace más sabios y libres;  ese  saber que cultiva la Filosofía, pero también la Matemática y la Física pura, la Literatura y la Historia, solo por citar algunas disciplinas académicas. Se trata de formas de saber que enriquecen nuestro espíritu a la vez que nos llevan a explorar dimensiones cruciales de la realidad y de la vida del hombre en su dimensión personal y social.
Si bien la instrucción de profesionales competentes es tarea importante para la universidad, el cuidado del pensamiento y de las virtudes ciudadanas resulta fundamental en sus actividades. Estos propósitos han sido particularmente desatendidos en nuestro medio debido, en parte a un lamentable proceso de mercantilización de la formación universitaria iniciado fundamentalmente con el Decreto Legislativo 882 y que permitía la creación de universidades privadas que asumieran como objetivo el lucro.
Duele señalarlo pero muchas de las nuevas universidades adoptaron sus  planes de estudios siguiendo  las exclusivas necesidades del mercado: se ajustó  el tiempo de estudios para hacer la oferta más atractiva a los ojos de potenciales clientes; no se apreció  la necesidad de los Estudios Generales como una etapa crucial de la formación académica y la maduración vocacional; se excluyó todo lo que no fuera “útil” para el ejercicio de la profesión elegida; se fue indiferente a desarrollar todo lo que significara gasto y así, evidentemente, no se abrieron carreras que atrajeran pocos alumnos –Filosofía, Lingüística, Historia, Física, Matemáticas– y consecuentemente no se alentó la existencia de buenas bibliotecas, laboratorios modernos y equipamiento  de calidad.
 Se perdió  así calidad y exigencia al tiempo que hubo un alejamiento de  la dimensión esencial del cultivo de la universalidad del conocimiento y de la expresión de sentido para solo transmitir una estrecha concepción del mundo basada en la competencia de individuos con intereses privados contrapuestos y orientados a  la búsqueda  mayor de productividad material.  Los valores del saber comprometido con la vida buena, la justicia y solidaridad dentro de la sociedad fueron desatendidos quedando entonces el “mercado” como espacio primero e incuestionable de la conducta humana.
Frente a ello hay que decirlo una y otra vez: la universidad ha de ser  escenario para el diálogo intelectual y moral.  Parte sustancial de su quehacer debe aplicarse a examinar y discutir las concepciones del mundo implícitas en nuestras prácticas e intuiciones cotidianas. La imagen de la vida centrada en la competencia y el cálculo costo–beneficio  que identifica el mercado como el espacio medular de la vida social  debe someterse a un debate racional  y moral.  La vida del conocimiento científico y de la acción ciudadana requiere, para su ejercicio cabal, la existencia de formas de cooperación, solidaridad y comunidad que trascienden la lógica de la competencia y del  limitado individualismo. Resulta claro para quienes deseen verlo: la comunidad política y la comunidad científica precisan  ir más lejos del cálculo instrumental; necesitan de un sentido de pertenencia a un proyecto compartido, la búsqueda de valores fundamentales –la verdad, el conocimiento, la justicia– que no se agotan en la lógica de la utilidad. Lo que ha de buscarse es finalmente  formar hombres desarrollados intelectualmente, que sean asimismo sujetos en los que hayan  madurado los afectos y la comprensión de la necesidad de servir a los demás para constituir una sociedad más humana y digna. Ese es el camino que nos realiza como personas y que debe ser ofrecido honestamente por la Universidad a los jóvenes que acceden a ella.

La tarea de la universidad
LA REPUBLICA: Domingo, 23 de junio de 2013

Hace algunas semanas que diversas personalidades del ámbito académico y político han sometido a discusión el tema de la nueva ley universitaria, si es necesaria o no la creación de un ente regulador de la educación superior en el país, o si dicho ente –fruto de una iniciativa del Poder Ejecutivo–  lesionaría sin remedio el principio de autonomía cuya observancia requiere el funcionamiento de toda genuina institución universitaria. Desafortunadamente, no siempre se tiene claro cómo se concibe la universidad y cuál sería su rol en la vida de la sociedad.
Conviene recordar que la universidad tiene como fin esencial la creación, discusión y transmisión del conocimiento. Tanto el conocimiento que puede ser aplicado de manera inmediata en el mundo de la tecnología y en el de la producción como el tipo de saber de las “disciplinas puras” que tienen como objetivo la verdad o la expresión de sentidos, son importantes para una auténtica universidad. La docencia, la investigación y la publicación de textos académicos constituyen los medios a los que recurre la universidad para cumplir con este propósito. Por supuesto, la institución universitaria forma e instruye a futuros profesionales que ingresarán al mundo laboral, un ámbito en el que deberán desenvolverse con lucidez, eficacia y probidad. Pero el compromiso fundamental de la institución universitaria con nuestra sociedad se identifica con la búsqueda de conocimiento y con la formación del espíritu crítico entre sus miembros.
La universidad es un espacio en el que se cultivan las diferentes manifestaciones del saber, diversos métodos y enfoques. Es un lugar en el que se le rinde culto al rigor científico, a la capacidad de argumentar y de crear, y al trabajo con fuentes y evidencias. La razón, y no la fuerza o la arbitrariedad, constituye la pauta para suscribir una perspectiva o tomar una decisión; los consensos se construyen a través del intercambio de razones. Por eso la universidad tiene que ser plural, un lugar para el ejercicio de la tolerancia y el encuentro de las diferencias. Debe admitirse el punto de vista que se sostiene en argumentos consistentes, o que exhiba evidencia. La práctica habitual de gestión del conocimiento en la vida universitaria –en las clases, en los procesos de investigación– consistente en examinar argumentos y admitir los mejores, encierra una profunda lección ética: el rechazo de la violencia, de la manipulación ideológica y del dogmatismo. La apertura a una vida racional, el acoger la diversidad, valorar la crítica y estar atento a las razones de los demás.

La universidad es en cierta forma el espacio de construcción de la conciencia crítica de una sociedad. Una de las grandes tareas de la institución universitaria es pensar el país, sus estructuras e instituciones, las ideas desde las cuales se organizó como tal, los valores que movilizan a sus miembros. Discutir lo que nos importa como comunidad política, promover sentido de ciudadanía y contribuir con el ejercicio de la justicia. El efecto distorsionador de la creciente mercantilización de la educación ha generado que esta importante dimensión de la formación universitaria se torne menos visible ante nuestros ojos. Para muchos promotores de la llamada “universidad–empresa”, de lo que se trata es únicamente de capacitar profesionales funcionales a lo que el sector privado busca. La investigación, la preocupación por el conocimiento en tanto tal, la reflexión sobre nuestra vida comunitaria y la calidad de nuestra democracia desaparecen como elementos relevantes del quehacer universitario. Perder de vista las posibilidades de sentido que entrañan el conocimiento y la ciudadanía tiene un alto precio. En la medida en que las facetas de la vida de la universidad se estrechan y empobrecen, perdemos horizontes de reflexión y de acción para hacer de nuestra sociedad un auténtico recinto de libertad y realización humana.