¿La Descaviarización de la
Protesta?
STEVE LEVITSKY
La
República. Domingo, 04 de enero de 2015 | 4:30 am
Las
olas de protesta pueden transformar a la política. En Venezuela, las
movilizaciones iniciadas por el caracazo (1989) tumbaron al sistema
puntofijista. En Brasil, las protestas que hicieron caer a Fernando
Collor inauguraron un periodo de gobierno más responsable y efectivo. En
Argentina, la movilización de 2001-2002 puso fin a la época menemista. En
Bolivia, las guerras del agua y del gas llevaron a Evo Morales a la
presidencia, y en Chile, la protesta estudiantil de 2011 provocó un importante
giro hacia la izquierda.
El
Perú no ha experimentado una ola de protesta significativa desde hace una
generación. La crisis de los 80 desmovilizó a Lima. Los sectores
populares –y ahora la nueva clase media– se despolitizaron. Y como
consecuencia, los movimientos de protesta se redujeron a un puñado de
trabajadores movilizados por el CGTP, algunos militantes de izquierda, y mis
amigos caviares.
La
despolitización de los sectores populares urbanos permitió la consolidación de
un modelo económico ultra-ortodoxo y el surgimiento de una forma de gobernar
ultra-tecnocrático.
¿Cambia
este escenario con las protestas anti-‘Ley Pulpín’? ¿Se viene una
repolitización de los sectores populares limeños?
Las
olas de protesta son casi siempre imprevisibles. Pero la repolitización de los
sectores populares limeños enfrenta dos problemas: uno de voluntad y otra de
capacidad. En cuanto a la voluntad, aunque el sueño derechista de
sectores populares convertidos en liberales no se ha realizado (según las
encuestas, los peruanos no son más liberales que los bolivianos, brasileños o
venezolanos), sus intereses ya no se alinean fácilmente con los grupos
contestatarios tradicionales. Como observa el politólogo Andy Baker, el
comportamiento político del ciudadano común se basa tanto en su condición de
consumidor como en la de trabajador. Como consumidores, los sectores
populares limeños experimentaron enormes avances en los últimos años:
estabilidad de precios, acceso a más y mejores productos, y un gran aumento en
sus ingresos. Su capacidad de compra subió vertiginosamente. Eso no
los transformó en PPKausas, pero sí les dio algo que perder. Por eso,
aunque no estén muy contentos con el statu quo, muchos son reacios a participar
en movimientos de protesta que –según temen– podrían amenazarlo.
El
amplio rechazo a la “Ley Pulpín” muestra que los limeños no solo piensan como
consumidores. Los derechos laborales también les importan. Y muchos
simpatizaron con las protestas del fin de año.
Pero
la repolitización de los sectores populares limeños también enfrenta un
problema de acción colectiva. Participar en un movimiento social
requiere sacrificios que muchos ciudadanos no están dispuestos a hacer, sobre
todo si dudan de la participación de los demás.
La
movilización popular es más fácil donde ya existen fuertes identidades y
organizaciones colectivas (partidos, sindicatos, comunidades indígenas o
religiosas). La movilización boliviana se basó en sindicatos, organizaciones
cocaleras, y grupos indígenas. En Lima, este nivel de organización
existía hace 40 años (CGTP, partidos de izquierda, iglesia progresista), pero
no hoy (la identidad partidaria más fuerte en el sector popular limeño hoy es
el fujimorismo). Sin organizaciones o identidades fuertes, los
movimientos sociales son difíciles de construir.
Pero
también hay condiciones que favorecen a la protesta. Una es la ausencia
de alternativas electorales. Según una investigación de Andrei Roman, un
estudiante de doctorado en Harvard, las protestas masivas surgen cuando los
partidos dominantes se convergen y las alternativas electorales parecen
desaparecer. En Venezuela, por ejemplo, mucha gente optó por la protesta en
1989 porque, ante la crisis económica, la convergencia entre AD y COPEI los
dejó sin alternativas electorales. Ocurrió algo parecido en Bolivia,
donde dos partidos de origen izquierdista, el MNR y el MIR, se adhirieron al
modelo neoliberal. En Argentina, la derechización de la Alianza
contribuyó a la protesta que derrocó a De la Rúa, y en Chile, muchos
estudiantes salieron a las calles en 2011 porque percibían que los partidos
de la Concertación –en su moderación– habían dejado de representarlos.
El
electorado peruano tuvo claras alternativas en 2006 y 2011: candidatos serios
representaban la izquierda (Humala), el centro (Paniagua, Toledo), y la derecha
(Flores, PPK). Pero los principales candidatos para 2016 se convergen en
la derecha. Ninguno inquieta al Grupo Comercio. Los votantes
radicales y paniaguistas –que llevaron a Humala a la presidencia en 2011–
quedan como huérfanos, sin opciones electorales. Todo puede cambiar, pero
si no surge ni un candidato mal visto por el Grupo Comercio, habría terreno más
fértil para la protesta.
En
Lima hay bastante aversión a la protesta. Se asocia con la violencia y el
caos económico. Pero la protesta es plenamente compatible con la
democracia y el crecimiento económico. Todas las democracias más ricas y
exitosas (Alemania, Estados Unidos, Francia, Reino Unido) han pasado por olas
de protesta.
De
hecho, la democracia sufre cuando los ciudadanos no se movilizan. Donde las instituciones
democráticas son débiles, la protesta ciudadana puede funcionar como mecanismo
para la rendición de cuentas. Si los poderes legislativos y judiciales no
los vigilan, los gobiernos se comportan mal. No cumplen con sus
programas. No consultan. Y muchas veces, cometen abusos. En un
contexto así, la protesta es una de las pocas herramientas que tienen los
ciudadanos para controlar al gobierno.
Los
que más necesitan la protesta son los menos privilegiados. El Estado
responde más a los que tienen poder económico. Cecilia Blume no tiene que
salir a la calle (basta con un correo electrónico). De hecho, las
instituciones estatales que tratan con los grandes empresarios (MEF, BCR)
funcionan mejor que las agencias que ofrecen servicios a la gente más
vulnerable (MINSA, Educación). Como demuestra Eduardo Dargent, cuando el pobre
rendimiento del Estado genera serios costos económicos (por ejemplo, cuando
afecta la inversión o el crédito internacional), los gobiernos buscan mejorar
su calidad. Cuando la baja calidad de los servicios públicos solo afecta a los
pobres, hay menos incentivo para mejorarla. En estos casos, la protesta
–y los costos políticos que genera– pueden incentivar a los gobiernos no
responsivos.
La
movilización ciudadana contribuye a construcción de un Estado más equilibrado:
uno que responde a las demandas de todos –y no solo a los correos electrónicos
de Cecilia Blume.
Más pulpa para Pulpín
HUMBERTO CAMPODONICO
La
República. Lunes, 05 de enero de 2015 | 4:30 am
Si
bien hay elementos de fondo que indican de manera documentada y solvente que
los problemas de la llamada “informalidad” tienen su raíz en la escasa base
productiva y no en los llamados “sobrecostos laborales”, es también importante
conocer la base estadística de los planteamientos que sustentan la Ley 30288,
Ley Pulpín.
Al analizar la Encuesta Nacional de Hogares sobre Condiciones de Vida y Pobreza
(ENAHO 2013) que publica el INEI (1), nos encontramos con el hecho siguiente:
la mayor tasa de informalidad en el empleo de los jóvenes está en aquellos que
están trabajando en las MYPES, o sea en las empresas que tienen de 2 a 10
trabajadores. Por tanto, la nueva ley debería ir dirigida a ellos.
Pero
no es eso lo que sucede pues, en los hechos –y más allá de las supuestas buenas
intenciones de Produce y al MEF–, lo que hace la ley es beneficiar más a las
grandes empresas, aquellas que tienen 100 o más trabajadores. Veamos.
En el Perú los jóvenes de 18 a 24 años que son asalariados, públicos o
privados, llegaron en el 2013 a 1.4 millones de personas. Si excluimos a
aquellos que no están afiliados a alguna AFP o a la ONP (ergo, no tienen
contrato formal), la cifra se reduce a 908,000 jóvenes. Estos son los que
debieran beneficiarse de la Ley Pulpín.
De estos 908,000 jóvenes, hay 616,000 sin contrato y que están trabajando en
las empresas de 2 a 10 trabajadores (las MYPES), o sea el 68% del total. ¿ A
ellos les llega la Ley Pulpín? No. Ellos se rigen por la Ley de la
Microempresa, que solo considera un 7% de “costos adicionales” al salario.
Como
se sabe, la Ley Pulpín considera “sobrecostos” del 13.9%, ya que se eliminan
las gratificaciones, la CTS y 15 días de vacaciones. Lo que esto quiere decir
es que a la MYPE no le conviene la “Ley Pulpín” porque con el régimen MYPE paga
mucho menos.
Sigamos.
En las empresas de 11 a 100 trabajadores, la ENAHO nos dice que hay 204,000
jóvenes, el 22.5% del total de los que no tienen contrato. Y en las empresas de
100 a más trabajadores, suman 88,000 jóvenes los jóvenes que no tienen
contrato, el 9.7% del total.
En
estos dos casos, la Ley Pulpín sí es más atractiva para el empleador. Pero
vamos por partes. En el caso de las empresas de 11 a 100 trabajadores rige otra
ley, llamada la Ley de la Pequeña Empresa y aquí los derechos de los
trabajadores (no hay que llamarlos “sobrecostos”), equivalen al 27% del
salario, más o menos el doble de la Ley Pulpín (13.9%).
Para
las empresas de 100 a más trabajadores, lo que rige es el Régimen General y
aquí los derechos equivalen al 53% del salario. Aquí sí existe una ganancia
grande del empresario, pues dejaría de pagar cerca del 40% (53-13.9).
No
solo eso: las empresas de 100 y más trabajadores emplean un total de 304,000
jóvenes, de los cuales 216,000 tienen contrato (y tienen todos sus derechos) y,
como ya vimos, 88,000 jóvenes no tienen contrato y son informales.
En este caso, la informalidad debería tender a cero, si es que hubiera una
efectiva fiscalización laboral, lo que le corresponde a la Sunafil. Pero es
aquí donde hay problemas y se sabe que sus inspectores se van a la huelga por
incumplimiento del convenio colectivo de las autoridades de trabajo. Así
estamos.
Agreguemos
que las empresas de 100 y más trabajadores, de un lado, son las que más se han
beneficiado de esta década de crecimiento y, de otro, las que ahora se van a
beneficiar de la reducción del 30 a 28% de la tasa del impuesto a la renta.
Otrosí: si bien se habla mucho de los “sobrecostos”, lo que no se menciona es
que el salario mínimo en el Perú es de US$ 252 mensuales, uno de los más bajos
de América Latina. En Colombia, Brasil, Chile y Ecuador es de US$ 271, 301, 371
y 354, respectivamente (datos de los Ministerios de Trabajo de esos países).
Lo que todo esto quiere decir es que en el Perú la legislación laboral está
retaceada a gusto del empleador. A todas las diferentes leyes que hemos
mencionado, falta la de los trabajadores del campo, que también retacea sus derechos.
La
conclusión simple de estos datos es que el 68% de los jóvenes sin contrato que
están en las MYPES, nada tienen que ver con la Ley Pulpín, pues la legislación
de las MYPE es más beneficiosa para los empleadores. Y, también, que la Ley
MYPE, que ya tiene varios años de vigencia, no ha logrado su objetivo
“formalizador”, pues el 68% de los jóvenes que allí se emplea sigue sin
contrato.
Por
tanto, la salida de la informalidad no puede venir por los recortes de los
derechos sino por el impulso a la mejora de la productividad (pero no la mejora
espuria de reducción de ingresos) sino de nuevas oportunidades de inversión y
de empleos, lo que implica abrirse a nuevos sectores productivos. Es lo que se
llama diversificación. Pero no se oye, padre, porque estamos ante otra de las
grietas del modelo: no produce trabajo digno.