La “Universidad empresa”
LA REPUBLICA: Domingo, 30 de junio de
2013
Hemos sostenido que el
objetivo prioritario de una genuina institución universitaria es la creación,
discusión y difusión del conocimiento. No solo el conocimiento “útil” para el
mundo del mercado y la tecnología, sino también aquel que ensancha nuestros horizontes
de comprensión, que nos hace más sabios y libres; ese saber que
cultiva la Filosofía, pero también la Matemática y la Física pura, la
Literatura y la Historia, solo por citar algunas disciplinas académicas. Se
trata de formas de saber que enriquecen nuestro espíritu a la vez que nos
llevan a explorar dimensiones cruciales de la realidad y de la vida del hombre
en su dimensión personal y social.
Si bien la instrucción de profesionales competentes es tarea
importante para la universidad, el cuidado del pensamiento y de las virtudes
ciudadanas resulta fundamental en sus actividades. Estos propósitos han sido
particularmente desatendidos en nuestro medio debido, en parte a un lamentable
proceso de mercantilización de la formación universitaria iniciado
fundamentalmente con el Decreto Legislativo 882 y que permitía la creación de
universidades privadas que asumieran como objetivo el lucro.
Duele señalarlo pero muchas de las nuevas universidades
adoptaron sus planes de estudios siguiendo las exclusivas
necesidades del mercado: se ajustó el tiempo de estudios para hacer la
oferta más atractiva a los ojos de potenciales clientes; no se apreció la
necesidad de los Estudios Generales como una etapa crucial de la formación
académica y la maduración vocacional; se excluyó todo lo que no fuera “útil”
para el ejercicio de la profesión elegida; se fue indiferente a desarrollar
todo lo que significara gasto y así, evidentemente, no se abrieron carreras que
atrajeran pocos alumnos –Filosofía, Lingüística, Historia, Física, Matemáticas–
y consecuentemente no se alentó la existencia de buenas bibliotecas,
laboratorios modernos y equipamiento de calidad.
Se perdió así calidad y exigencia al tiempo que hubo
un alejamiento de la dimensión esencial del cultivo de la universalidad
del conocimiento y de la expresión de sentido para solo transmitir una estrecha
concepción del mundo basada en la competencia de individuos con intereses
privados contrapuestos y orientados a la búsqueda mayor de
productividad material. Los valores del saber comprometido con la vida
buena, la justicia y solidaridad dentro de la sociedad fueron desatendidos
quedando entonces el “mercado” como espacio primero e incuestionable de la
conducta humana.
Frente a ello hay que decirlo una y otra vez: la universidad ha
de ser escenario para el diálogo intelectual y moral. Parte
sustancial de su quehacer debe aplicarse a examinar y discutir las concepciones
del mundo implícitas en nuestras prácticas e intuiciones cotidianas. La imagen
de la vida centrada en la competencia y el cálculo costo–beneficio que
identifica el mercado como el espacio medular de la vida social debe
someterse a un debate racional y moral. La vida del conocimiento
científico y de la acción ciudadana requiere, para su ejercicio cabal, la
existencia de formas de cooperación, solidaridad y comunidad que trascienden la
lógica de la competencia y del limitado individualismo. Resulta claro
para quienes deseen verlo: la comunidad política y la comunidad científica
precisan ir más lejos del cálculo instrumental; necesitan de un sentido
de pertenencia a un proyecto compartido, la búsqueda de valores fundamentales
–la verdad, el conocimiento, la justicia– que no se agotan en la lógica de la
utilidad. Lo que ha de buscarse es finalmente formar hombres
desarrollados intelectualmente, que sean asimismo sujetos en los que
hayan madurado los afectos y la comprensión de la necesidad de servir a
los demás para constituir una sociedad más humana y digna. Ese es el camino que
nos realiza como personas y que debe ser ofrecido honestamente por la
Universidad a los jóvenes que acceden a ella.
La tarea de la universidad
LA REPUBLICA: Domingo, 23 de junio de
2013
Hace algunas semanas que
diversas personalidades del ámbito académico y político han sometido a
discusión el tema de la nueva ley universitaria, si es necesaria o no la
creación de un ente regulador de la educación superior en el país, o si dicho
ente –fruto de una iniciativa del Poder Ejecutivo– lesionaría sin remedio
el principio de autonomía cuya observancia requiere el funcionamiento de toda
genuina institución universitaria. Desafortunadamente, no siempre se tiene
claro cómo se concibe la universidad y cuál sería su rol en la vida de la
sociedad.
Conviene
recordar que la universidad tiene como fin esencial la creación, discusión y
transmisión del conocimiento. Tanto el conocimiento que puede ser aplicado de
manera inmediata en el mundo de la tecnología y en el de la producción como el
tipo de saber de las “disciplinas puras” que tienen como objetivo la verdad o
la expresión de sentidos, son importantes para una auténtica universidad. La
docencia, la investigación y la publicación de textos académicos constituyen
los medios a los que recurre la universidad para cumplir con este propósito.
Por supuesto, la institución universitaria forma e instruye a futuros
profesionales que ingresarán al mundo laboral, un ámbito en el que deberán
desenvolverse con lucidez, eficacia y probidad. Pero el compromiso fundamental
de la institución universitaria con nuestra sociedad se identifica con la
búsqueda de conocimiento y con la formación del espíritu crítico entre sus
miembros.
La universidad
es un espacio en el que se cultivan las diferentes manifestaciones del saber,
diversos métodos y enfoques. Es un lugar en el que se le rinde culto al rigor
científico, a la capacidad de argumentar y de crear, y al trabajo con fuentes y
evidencias. La razón, y no la fuerza o la arbitrariedad, constituye la pauta
para suscribir una perspectiva o tomar una decisión; los consensos se
construyen a través del intercambio de razones. Por eso la universidad tiene
que ser plural, un lugar para el ejercicio de la tolerancia y el encuentro de
las diferencias. Debe admitirse el punto de vista que se sostiene en argumentos
consistentes, o que exhiba evidencia. La práctica habitual de gestión del
conocimiento en la vida universitaria –en las clases, en los procesos de
investigación– consistente en examinar argumentos y admitir los mejores,
encierra una profunda lección ética: el rechazo de la violencia, de la
manipulación ideológica y del dogmatismo. La apertura a una vida racional, el
acoger la diversidad, valorar la crítica y estar atento a las razones de los
demás.
La
universidad es en cierta forma el espacio de construcción de la conciencia
crítica de una sociedad. Una de las grandes tareas de la institución
universitaria es pensar el país, sus estructuras e instituciones, las ideas
desde las cuales se organizó como tal, los valores que movilizan a sus
miembros. Discutir lo que nos importa como comunidad política, promover sentido
de ciudadanía y contribuir con el ejercicio de la justicia. El efecto distorsionador
de la creciente mercantilización de la educación ha generado que esta
importante dimensión de la formación universitaria se torne menos visible ante
nuestros ojos. Para muchos promotores de la llamada “universidad–empresa”, de
lo que se trata es únicamente de capacitar profesionales funcionales a lo que
el sector privado busca. La investigación, la preocupación por el conocimiento
en tanto tal, la reflexión sobre nuestra vida comunitaria y la calidad de
nuestra democracia desaparecen como elementos relevantes del quehacer
universitario. Perder de vista las posibilidades de sentido que entrañan el
conocimiento y la ciudadanía tiene un alto precio. En la medida en que las
facetas de la vida de la universidad se estrechan y empobrecen, perdemos
horizontes de reflexión y de acción para hacer de nuestra sociedad un auténtico
recinto de libertad y realización humana.
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