28-05-2014
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¿La
Revolución ciudadana tiene quién la defienda?
Blog Público
Los
intelectuales de América Latina, entre los que me considero por adopción, han
cometido dos tipos de errores en sus análisis de los procesos políticos de los
últimos cien años, sobre todo cuando contienen elementos nuevos, ya sean
ideales de desarrollo, alianzas para construir el bloque hegemónico,
instituciones, formas de lucha, estilos de hacer política. Por supuesto, los
intelectuales de derecha también han cometido muchos errores, pero aquí no me
ocuparé de ellos. El primer error ha consistido en no hacer un esfuerzo serio
para comprender los procesos políticos de izquierda que no encajan fácilmente
en las teorías marxistas y no marxistas heredadas. Las primeras reacciones a la
Revolución cubana son un buen ejemplo. El segundo tipo de error ha consistido
en silenciar, por complacencia o temor de favorecer a la derecha, las críticas
de los errores, desviaciones y hasta perversiones por las que han pasado estos
procesos, perdiendo así la oportunidad de transformar la solidaridad crítica en
instrumento de lucha.
Desde
1998, con la llegada de Hugo Chávez al poder, la izquierda latinoamericana ha
vivido el período más brillante de su historia y tal vez uno de los más
brillantes de la izquierda mundial. Obviamente, no podemos olvidar los primeros
momentos de las Revoluciones rusa, china y cubana ni tampoco los éxitos de la
socialdemocracia europea durante la posguerra. Pero los gobiernos progresistas
de los últimos quince años son particularmente notables por varias razones: se
producen en un momento de gran expansión del capitalismo neoliberal ferozmente
hostil a proyectos nacionales en divergencia con él; son internamente muy
diferentes, dando cuenta de una diversidad de la izquierda hasta entonces
desconocida; nacen de procesos democráticos con una elevada participación
popular, ya sea institucional o no institucional; no exigen sacrificios a las
mayorías en nombre de un futuro glorioso, sino que tratan, por el contrario, de
transformar el presente de quienes nunca tuvieron acceso a un futuro mejor.
Escribo
este texto siendo muy consciente de la existencia de los errores mencionados y
sin saber si tendré éxito en evitarlos. Además, me centro en el caso más
complejo de todos los que constituyen el nuevo período de la izquierda
latinoamericana. Me refiero a los gobiernos de Rafael Correa en Ecuador, en el
poder desde 2006. Para empezar, algunos puntos de partida. En primer lugar, se
puede discutir si los gobiernos Correa son de izquierda o de centroizquierda,
pero me parece absurdo considerarlos de derecha, como pretenden algunos de sus
opositores de izquierda. Dada la polarización instalada, creo que estos últimos
sólo reconocerán que Correa fue en última instancia de izquierda o
centroizquierda en los meses (o días) siguientes a la eventual elección de un
gobierno de derecha. En segundo lugar, es opinión ampliamente compartida que
Correa ha sido, “a pesar de todo”, el mejor presidente que Ecuador ha tenido en
las últimas décadas y el que ha garantizado mayor estabilidad política después
de muchos años de caos. En tercero, no cabe duda de que Correa ha emprendido la
mayor redistribución de la renta de la historia de Ecuador, contribuyendo a la
reducción de la pobreza y al fortalecimiento de las clases medias. Nunca tantos
hijos de las clases trabajadoras llegaron a la universidad. ¿Pero por qué todo
esto, que es mucho, no es suficiente para tranquilizar al “oficialismo” y
convencerlo de que el proyecto de Correa, con o sin él, proseguirá después de
2017 (próximas elecciones presidenciales)?
Aunque
Ecuador vivió en el pasado algunos momentos de modernización, Correa es el gran
modernizador del capitalismo ecuatoriano. Por su amplitud y ambición, el
programa de Correa tiene algunas similitudes con el de Kemal Atatürk en la
Turquía de las primeras décadas del siglo XX. Ambos están presididos por el
nacionalismo, el populismo y el estatismo. El programa de Correa se basa en
tres ideas principales. La primera es la centralidad del Estado como conductor
del proceso de modernización y, vinculada a ella, la idea de soberanía nacional,
el antiimperialismo estadounidense (cierre de la base militar de Manta;
expulsión de personal militar de la embajada de Estados Unidos; lucha agresiva
contra Chevron y la destrucción ambiental que ha causado en la Amazonia) y la
necesidad de mejorar la eficiencia de los servicios públicos. La segunda, “sin
perjudicar a los ricos”, es decir, sin alterar el modelo de acumulación
capitalista, consiste en generar con urgencia recursos que permitan llevar a
cabo políticas sociales (compensatorias, en el caso de la redistribución de la
renta, y potencialmente universales, en el caso de la salud, la educación y la
seguridad social) y construir infraestructuras (carreteras, puertos,
electricidad, etc.) con el fin de volver la sociedad más moderna y equitativa.
En tercer lugar, por estar todavía subdesarrollada, la sociedad no está
preparada para altos niveles de participación democrática y ciudadanía activa,
que pueden resultar disfuncionales para el ritmo y la eficacia de las políticas
en curso. Para que esto no ocurra, hay que invertir mucho en educación y
desarrollo. Hasta entonces, el mejor ciudadano es aquel que confía en el
Estado, que conoce bien cuál es su verdadero interés.
¿Este
vasto programa choca o no con la Constitución de 2008, considerada una de las
más progresistas y revolucionarias de América Latina? Veámoslo. La Constitución
apunta a un modelo alternativo de desarrollo (e incluso a una alternativa al
desarrollo) fundada en la idea de buen vivir, una idea tan nueva que sólo puede
formularse correctamente en una lengua no colonial, el quechua: sumak kawsay.
Esta idea presenta desdoblamientos muy interesantes: la naturaleza como ser
vivo y, por tanto, limitado, sujeto y objeto de cuidado, y nunca como recurso
natural inagotable (los derechos de la naturaleza); la economía y la sociedad
intensamente pluralistas, orientadas por la reciprocidad, la solidaridad, la
interculturalidad y la plurinacionalidad; Estado y política con un carácter
altamente participativos, involucrando diferentes formas de ejercicio
democrático y de control ciudadano del Estado.
Para
Correa (casi) todo esto importante, pero se trata de un objetivo a largo plazo.
A corto plazo, y de manera urgente, es necesario crear riqueza para
redistribuir los ingresos, realizar políticas sociales e infraestructuras
esenciales para el desarrollo del país. La política tiene que asumir un
carácter sacrificial, dejando de lado lo que más valora para que un día pueda
rescatarlo. Así, es necesario intensificar la explotación de recursos naturales
(minería, petróleo, agricultura industrial) antes de que sea posible depender
menos de ellos. Para ello, es preciso llevar a cabo una agresiva reforma de la
educación superior y una vasta revolución científica basada en la biotecnología
y la nanotecnología para crear una economía del conocimiento a medida de la
riqueza de la biodiversidad del país. Todo esto sólo dará frutos (tenidos como
ciertos) muchos años después.
A
la luz de esto, el Parque Nacional Yasuní, tal vez el más rico en biodiversidad
del mundo, tiene que ser sacrificado y la explotación petrolera realizada, a
pesar de las promesas iniciales de no hacerlo, no sólo porque la comunidad
internacional no colaboró en la propuesta de no explotación, sino sobre todo
porque los ingresos previstos derivados de la explotación están vinculados a
inversiones en curso y su financiación por países extranjeros (China) tiene
como garantía la explotación petrolera. En esta línea, los pueblos indígenas
que se han opuesto a la explotación son vistos como obstáculos al desarrollo,
víctimas de la manipulación de dirigentes corruptos, políticos oportunistas,
ONG al servicio del imperialismo o jóvenes ecologistas de clase media, ellos
mismos manipulados o simplemente inconsecuentes.
La
eficiencia exigida para llevar a cabo tan amplio proceso de modernización no
puede verse comprometida por el disenso democrático. La participación ciudadana
es bienvenida, pero sólo si es funcional y eso, de momento, sólo puede
garantizarse si recibe una mayor orientación del Estado, es decir, del
Gobierno. Con razón, Correa se siente víctima de los medios de comunicación
que, como ocurre en otros países del continente, están al servicio del capital
y la derecha. Trata de regular los medios de comunicación y la regulación
propuesta tiene aspectos muy positivos, pero a la vez tensa la cuerda y
polariza las posiciones de tal modo que de ahí a la demonización de la política
en general hay un corto paso. Periodistas son intimidados, activistas de
movimientos sociales (algunos con una larga tradición en el país) son acusados de terrorismo y la consecuente
criminalización de la protesta social parece cada vez más agresiva. El riesgo
de transformar adversarios políticos, con los que se discute, en enemigos que
es necesario eliminar, es grande. En
estas condiciones, el mejor ejercicio democrático es el que permite el contacto
directo de Correa con el pueblo, una democracia plebiscitaria de nuevo tipo. Al
igual que Chávez, Correa es un comunicador brillante y sus habituales
apariciones semanales en los programas de radio y televisión de los sábados
(“sabatinas”) son un ejercicio político de gran complejidad. El contacto
directo con los ciudadanos no tiene como objetivo que estos participen en las
decisiones, sino más bien que las ratifiquen mediante una socialización
seductora que se presenta desprovista de contradicción.
Con
razón, Correa considera que las instituciones del Estado nunca han sido social
o políticamente neutrales, pero es incapaz de distinguir entre neutralidad y
objetividad en base a procedimientos. Por el contrario, piensa que las
instituciones estatales deben involucrarse activamente en las políticas del
Gobierno. Por eso es natural que el sistema judicial sea demonizado si toma
alguna decisión hostil al Gobierno y celebrado como independiente en caso
contrario; que la Corte Constitucional se abstenga de decidir sobre cuestiones
polémicas (como en el caso de la comunidad de La Cocha en materia de justicia
indígena) si las decisiones pueden perjudicar lo que se juzga el interés superior
del Estado; que un dirigente del Consejo Nacional Electoral, encargado de
verificar las firmas para una consulta popular sobre la no explotación de
petróleo en Yasuní, promovida por el movimiento Yasunidos, se pronuncie
públicamente contra la consulta antes de efectuar la verificación. La erosión
de las instituciones, típica del populismo, es peligrosa sobre todo cuando
estas no son fuertes desde el principio debido a los privilegios oligárquicos
de siempre. Y es que cuando el líder carismático abandona la escena (como
ocurrió trágicamente con Hugo Chávez), el vacío político alcanza proporciones
incontrolables debido a la falta de mediaciones institucionales.
Y
esto resulta aún más trágico en cuanto es cierto que Correa ve su papel
histórico como la construcción del Estado-nación. En tiempos de neoliberalismo
global, el objetivo es importante e incluso decisivo. No obstante, se le escapa
la posibilidad de que este nuevo Estado-nación sea institucionalmente muy
diferente del modelo de Estado colonial o Estado criollo y mestizo precedente.
Por eso la reivindicación indígena de la plurinacionalidad, en vez de ser
manejada con el cuidado que la Constitución recomienda, es demonizada como
peligro para la unidad (es decir, la centralidad) del Estado. En lugar de
diálogos creativos entre la nación cívica, que consensualmente es la patria de
todos, y las naciones étnico-culturales, que exigen respeto por la diferencia y
autonomía relativa, se fragmenta el tejido social, centrándose más en los
derechos individuales que en los colectivos. Los indígenas son ciudadanos
activos en construcción, pero las organizaciones indígenas independientes son
corporativas y hostiles al proceso. La sociedad civil es buena siempre que no
esté organizada. ¿Una insidiosa presencia neoliberal dentro del
postneoliberalismo?
Se
trata, por tanto, del capitalismo del siglo XXI. Hablar del socialismo del
siglo XXI es, por el momento, y en el mejor de los casos, un objetivo lejano. A
la luz de estas características y contradicciones dinámicas que el proceso
dirigido por Correa contiene, centroizquierda es quizá la mejor manera de
definirlo políticamente. Tal vez el problema resida menos en el Gobierno que en
el capitalismo que él promueve. Paradójicamente, parece componer una versión
postneoliberal del neoliberalismo. Cada remodelación ministerial ha producido
el fortalecimiento de las élites empresariales vinculadas a la derecha. ¿Será
que el destino inexorable del centroizquierda es deslizarse lentamente hacia la
derecha, tal y como ha sucedido con la socialdemocracia europea? Si esto
ocurriese, sería una tragedia para el país y el continente. Correa generó una
megaexpectativa, pero perversamente la manera en que pretende que no se
convierta en una megafrustración corre el riesgo de apartar a los ciudadanos,
como quedó demostrado en las elecciones locales del pasado 23 de febrero, en
las que el movimiento Alianza País, que lo apoya, sufrió un fuerte revés.
Cuesta creer que el peor enemigo de Correa es el propio Correa. Al pensar que
tiene que defender la Revolución ciudadana de ciudadanos poco esclarecidos,
malintencionados, infantiles, ignorantes, fácilmente manipulables por políticos
oportunistas o enemigos procedentes de la derecha, Correa corre el riesgo de
querer hacer la Revolución ciudadana sin ciudadanos, o lo que es lo mismo, con
ciudadanos sumisos.Los ciudadanos sumisos no luchan por aquello a lo que tienen
derecho, sólo aceptan lo que les es dado. ¿Puede aún Correa rescatar la gran
oportunidad histórica de llevar a cabo la Revolución ciudadana que se propuso?
Pienso que sí,pero el margen de maniobra es cada vez más reducido y los
verdaderos enemigos dela Revolución ciudadana parecen estar cada vez más cerca
del Presidente. Para evitar esto, y en solidaridad con la Revolución
ciudadana,todos debemos contribuir a impulsarla.
A
tal efecto,identifico tres tareas básicas. En primer lugar, hay que
democratizar la propia democracia, combinando democracia representativa con
verdadera democracia participativa. La democracia que se construye únicamente
desde arriba siempre corre el riesgo de convertirse en autoritarismo en
relación a los de abajo. Por mucho que le cueste, Correa tendrá que sentirse
suficientemente seguro de sí mismo para, en lugar de criminalizar el disenso
(siempre fácil para quien tiene el poder), dialogar con los movimientos, las
organizaciones sociales y con los jóvenes yasunidos, aunque los considere
“ecologistas infantiles”. Los jóvenes son los aliados naturales dela Revolución
ciudadana, de la reforma de la educación superior y de la política científica,
si esta se lleva acabo con sensatez. Alienar a los jóvenes parece un suicidio
político.
En
segundo lugar, hay que desmercantilizar la vida social, no sólo a través de
políticas sociales, sino también a través de la promoción de economías no
capitalistas, campesinas, indígenas, urbanas, asociativas. Ciertamente, no está
en consonancia con el buen vivir entregar bonos a las clases populares para que
se envenenen con la comida basura que inunda los centros comerciales. La
transición al postextractivismo se hace con cierto postextractivismo y no con
la intensificación del extractivismo.El capitalismo,abandonado a sí mismo,sólo
conduce a más capitalismo, por trágicas que sean las consecuencias.
En
tercer lugar, hay que compatibilizar la eficiencia de los servicios públicos
con su democratización y descolonización. En una sociedad tan heterogénea como
la ecuatoriana, hay que reconocer que el Estado, para ser legítimo y eficaz,
tiene que ser un Estado heterogéneo, conviviendo con la interculturalidad y, de
manera gradual, con la propia plurinacionalidad, siempre en el marco de la
unidad del Estado garantizada por la Constitución. La patria es de todos, pero
no tiene que ser de todos de la misma manera. Las sociedades que fueron
colonizadas todavía hoy están divididas en dos grupos de poblaciones: los que
no pueden olvidar y los que no quieren recordar. Los que no pueden olvidar son
aquellos que tuvieron que construir como suya la patria que comenzó siéndoles
impuesta por extranjeros; los que no quieren recordar son aquellos a los que
les cuesta reconocer que la patria de todos tiene en sus raíces una injusticia
histórica que está lejos de ser eliminada y que es trabajo de todos eliminarla
gradualmente.
*
Traducción de Antoni Aguiló
http://blogs.publico.es/espejos-extranos/2014/05/09/la-revolucion-ciudadana-tiene-quien-la-defienda/
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