martes, 29 de abril de 2014

SALOMON LERNER Y LA LEY UNIVERSITARIA




SALOMON LERNER FEBRES

La necesaria ley universitaria

Nuestro sistema de educación superior se encuentra en un estado de postración innegable. Hablamos de una decadencia que comenzó hacia la década de 1960 en el ámbito de las universidades públicas mediante su masificación no planificada, su empobrecimiento, su politización y la consiguiente ruina de su calidad académica. Esto no quiere decir, por otro lado, que en décadas anteriores la educación pública superior se hallara en un estado ideal, pues si bien las universidades eran más solventes, la gran mayoría de jóvenes peruanos estaban excluidos del acceso a ellas.
A la debacle de la universidad pública se sumó en los años recientes la desnaturalización de la noción misma de universidad en el ámbito privado. Las leyes expedidas en los años noventa para favorecer la inversión privada permitiendo el principio de lucro como motivación central de un emprendimiento universitario han dado lugar a simulacros de universidades carentes de todo compromiso serio con la educación y la formación de seres humanos integrales y desprovistas de los servicios básicos que una universidad debe brindar.
En esas circunstancias, es evidente la importancia de la nueva ley universitaria aprobada por la comisión de educación del Congreso y pendiente de aprobación plenaria. Como toda ley, esta es perfectible, pero tiene el valor de afrontar problemas centrales de nuestro sistema, como, por ejemplo, la inexistencia de un ente coordinador o rector que sea solvente, de calidad técnica y acorde con una concepción acertada del quehacer universitario.
No sorprende, pero sí preocupa la oposición que desde varios frentes –principalmente el gremial, de la Asamblea Nacional de Rectores, y el empresarial– se viene ejerciendo contra esta propuesta. Si la ANR se opone en defensa de fueros que, en verdad, no se ven amenazados por el proyecto, el sector empresarial aboga por un modelo universitario –la universidad-empresa— que se pretende necesario para el desarrollo del país, cuando lo que realmente necesitamos es recuperar el espíritu mismo de la institución universitaria que no tiene como fin supremo el lucro.
Una respuesta espuria a nuestras necesidades de desarrollo, instalada desde hace dos décadas, ha sido que la universidad debe enfocarse más en la empleabilidad inmediata de sus egresados y menos en su formación básica, especialmente la formación humanística. La idea es que los estudiantes desde muy temprano se deben adentrar en el manejo de sus carreras sin perder el tiempo en materias ajenas, (aparentemente), a ellas.
Este diagnóstico incurre en un errado pragmatismo. Soslaya la observación de que el mundo laboral actual es mucho más cambiante que nunca. En un ambiente globalizado, el profesional contemporáneo tiene que enfrentarse diariamente a la incertidumbre: si algo sabemos sobre el futuro es que es cada vez más impredecible. No solamente ignoramos la tecnología que se utilizará el próximo año. Tampoco sabemos con qué tipo de personas y en qué lenguajes tendremos que dialogar, negociar o comunicarnos.
Una persona meramente apta para el uso de las técnicas actuales es la menos pertinente para este entorno cambiante. Más que nunca, el universitario debe ser una persona preparada para el futuro, un profesional no solamente provisto de herramientas sino también y sobre todo capaz de adaptarlas o crearlas. En esta situación la formación básica es la que corresponde mejor a nuestros tiempos. Porque ella permite el constante desarrollo de la creatividad y el manejo provechoso de la incertidumbre.
La especialización temprana, sin el conocimiento de los aspectos básicos de la ciencia es una limitación a la cual condenamos a los jóvenes que no podrán competir en un mundo laboral que requiere mayor capacidad para interpretar el cambio y así actuar en él.
Responder a las grandes necesidades de nuestra sociedad requiere reorientar el sistema universitario hacia una concepción más integral y académicamente exigente de los estudios superiores. Para lograrlo, se precisa cambiar el marco institucional en el que estos operan y crear las reglas y condiciones para que las universidades se sientan llamadas a cumplir con estándares de calidad aceptables: la acreditación obligatoria es, en ese sentido, un elemento valioso de la ley que se proyecta.
No es con cambios accesorios ni manteniendo el statu quo actual como se dejará atrás la decadencia de nuestras universidades. Se necesita dar una señal de cambio ya y romper con una inercia que defrauda diariamente las esperanzas de cientos de miles de jóvenes peruanos.

El Perú y la vida universitaria

En nuestra columna de la semana pasada señalamos dos males que perjudican severamente a la universidad peruana. Por un lado, el desamparo que padece la universidad pública, empobrecida y politizada. Por el otro, la grave distorsión del carácter de la institución universitaria a partir del Decreto Legislativo 882, que permite que el lucro constituya el objetivo central de la educación universitaria privada. La “universidad – empresa” invisibiliza algunas dimensiones importantes de la vida universitaria, como la investigación y la formación cívica, pues la calidad de la educación superior se ve severamente afectada y la misión social de la universidad desaparece como tal.
El objetivo fundamental de la universidad es la creación y difusión del conocimiento. Y ello se entiende tanto para el conocimiento aplicado en el ámbito de la empresa, la industria y la tecnología cuanto para el saber dirigido sustancialmente al incremento de la libertad y el ejercicio del pensamiento crítico. La Filosofía, la Física pura y la Literatura, entre otras, son disciplinas que se proponen abrir horizontes para la mente humana, y son por tanto materias necesarias pues a pesar de que ellas no sean una fuente inmediata de crecimiento económico, sí son elementos importantes dentro de una comprensión rica del “Desarrollo Humano”.
Ese desarrollo –en fidelidad con la naturaleza misma de la universidad- exige que se abra un amplio camino a la investigación en los centros de formación superior. La investigación es un elemento que distingue al quehacer universitario, y sin embargo es una dimensión quasi inexistente entre nuestras casas de estudio, hecho que nos debiera conducir a reflexionar acerca de la legitimidad ética de instituciones que en el país llevan el nombre de Universidades y ofrecen títulos profesionales e incluso pos-grados –maestrías y doctorados-, sin que en ellas haya, siquiera, labores elementales de investigación por parte de alumnos y docentes.
Asimismo, la universidad pretende formar seres humanos plenos y ciudadanos que promuevan la democracia en nuestras sociedades. En tal sentido parte de su misión es el proponerse pensar y debatir los problemas centrales del país discutiendo sus posibles soluciones. El debate sobre las condiciones de la identidad nacional en un contexto multicultural y el diálogo sobre la generación eficaz de políticas de desarrollo y justicia en el país deben encontrar en la universidad el espacio más natural y adecuado constituyendo la universidad uno de los lugares de la sociedad en los que se ejercita la autorreflexión y el discernimiento en torno a lo que es bueno y correcto para la vida pública, en ella deben suscitarse discusiones intelectuales y políticas que tendrían que conducir a cambios importantes en la sociedad.
Así pues parte de su labor debiera consistir en examinar las ideas y programas que orientan a la sociedad en su conjunto para dilucidar su consistencia y evaluar qué tipo de ser humano y de ciudadano podrían generarse desde tales valoraciones. Si la institución universitaria sólo se concentra en la capacitación profesional –educar profesionales para insertarlos en el mercado–, ella estaría abjurando de una de sus funciones básicas: pensar la sociedad, sus estructuras, y las condiciones de las personas que actúan en ellas.
Una nueva ley universitaria –hechos los cambios y ajustes en su formulación que el buen juicio aconseja– permitirá dar un paso significativo en la tarea de devolver la universidad al lugar que le corresponde como institución creadora de conocimiento científico, y como foro de discusión en torno al fortalecimiento de una cultura democrática en el país. Elemento que ayudaría en tal sentido sería una instancia pública, constituida en un marco de pluralidad y excelencia, que preste atención a los estándares de calidad académica de los centros de educación superior, y examine las formas de proyección hacia la comunidad que éstos se trazan. La calidad de la educación universitaria constituye un elemento decisivo en cualquier proyecto sensato de desarrollo nacional. Sin el cuidado atento y riguroso de la ciencia y de la civilidad, tales proyectos permanecerán en el plano etéreo de los sueños y los buenos deseos.

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